Una auténtica historia en la que se relatan las aventuras que viven tres amigos cuando deciden marcharse de su país de origen y comenzar una nueva vida a dos mil kilómetros de allí. Holanda se convierte en un escenario perfecto para demostrar que nunca hay que perder la esperanza, que siempre hay que enfrentarse a la vida con la más amplia de las sonrisas y que las mejores cosas ocurren cuando menos las esperas.

lunes, 25 de septiembre de 2017

La primera carta y cinco años también

Querida mama, amigos, familia y todas aquellas personas que se acuerdan y nos desean las mayores de las suertes. Así comenzaba hace cinco años nuestra aventura por escrito. Tumbados en las camas de un albergue de una ciudad llamada Eindhoven, al principio imposible de pronunciar y ahora la nombro y me sabe a hogar. Cómo cambian las cosas. A miles de kilómetros de casa y acurrucados por el choque que sufrimos por el frío, escribía éstas palabras para aliviar las esperas y confirmar la llegada.

Las vidas metidas en maletas de mano y sueños que volaban al abrirse las cremalleras del equipaje. Quién dijo miedo. Da vértigo pensar en ello y ver todo lo vivido desde este precipicio que se ha creado en cinco años de experiencias. ¡Qué valientes!, decían algunos, y qué razón tenían, sin nosotros ser muy conscientes de lo que aquello significaba. El comienzo fue, para qué negarlo, una de las cosas más arriesgadas y, a la vez, divertidas que he hecho a lo largo de mi vida. El saber que estabas al borde del acantilado pero que, a tu lado, siempre estarían los que han estado siempre y los que siguen estando porque nunca huyeron. Qué bonito contar con amistades, con la gente que te quiere. Qué bonito. Pienso que podría mudarme de país cada año del resto de mi vida si es esa la suerte que camina a mi lado.

Aquel día, 25 de septiembre de 2012, supuso muchas cosas nuevas para mí. Más bien creo que todo era nuevo en aquel día, y del resto de los que vendrían también. Independizarme y, encima, hacerlo a lo grande, salir en busca de trabajo y, encima, en un idioma que no era el mío, alquilar una casa, firmar un contrato que no entendía, hacer la compra sin saber lo que me llevaba a la boca y hasta poner una lavadora pulsando botones que parecían de nave espacial. Lo que viene siendo, en resumidas cuentas, volar, literal y metafóricamente hablando. Volar. Un primer vuelo para mí. Un momento que se antojaba novedoso, excitante y con tintes de miedos que se agarraban al estómago. Lo que desconocía en ese momento es que tras él llegarían decenas de ellos, que me convertiría en viajero innato y cada día me sentiría más ciudadano del mundo que el anterior. Y por muchos vuelos que lleve a las espaldas, en avión y sin él, esa sensación del primer momento no desaparece. Y que no se vaya nunca.

En su día también hablaba de lo bonito que supone descubrir las diferentes historias que se encuentran entre los asientos de un avión y, a día de hoy, confieso, me sigo sorprendiendo y embobando con esos momentos. Me detengo en mitad de la calle, me distraigo en una cafetería, en el metro o en la parada del bus. Me cuelo por segundos en la vida de los demás e imagino qué es de ellos, qué les ha llevado hasta ese lugar que ahora es el mismo que el mío. Querer, querer saber y compartir, querer ver más allá de esos hilos invisibles que dicen que nos unen a los unos con los otros. En aquel momento de hace cinco años contemplaba a los demás pasajeros e imaginaba muchas de sus posibles historias. Y me gusta pensar que, seguramente, alguien también imaginó nuestra vida y vio cómo tres amigos se agarraban fuerte de las manos al despegar para después viajar el resto del camino con el corazón en un puño. Hoy, si es que alguien llegó a ver o imaginar ese momento, me gustaría decirle que ya no viajo ni vivo con el corazón en un puño, que ya no viaja en mis manos, sino que lo hace en el aire. O, al menos, es lo que intento la mayoría de las veces. Que mi corazón vaya en el aire. Libre para que se sienta como lo hago yo. Para que pueda respirarlo y sentirlo, más vivo que nunca. Y para que cada latido se convierta en ese silbido que me recuerda que sigue estando libre y, que por ello, yo me siento igual. Porque no hay mayor libertad que el vivir sintiéndote libre.

Otra de las cosas que he aprendido durante este tiempo es a diferenciar y a separar momentos. A no guardarlo todo en el mismo saco de emociones. Ha sido difícil y lo sigue siendo, pero creo que poco a poco se consigue. He creído entender la diferencia entre despedida y hasta luego. Ya no creo en los adiós definitivos y soy más partícipe de creer en los abrazos y los besos que conllevan los reencuentros. Intento eliminar la palabra adiós de mi diccionario. Me duelen las lágrimas de aeropuertos, pero más duelen aquellas que sabes que nunca las seca el viento. La lágrima de una madre, la de tu madre. He entendido que ésa es la lágrima que te hace fuerte y se desprende de sus ojos para que la cojas contigo. Solamente así podrás beber cuando el agua quede lejos.

Y la lluvia no cesa, al igual que las lágrimas en cada despedida. Aprender a despedirse es duro pero eso supone nuevos comienzos, nuevas aventuras, nuevos lugares y personas. Es duro despedirse de los tuyos y de los que te quieren pero hay que sacar el lado positivo de las cosas o, al menos, intentarlo. Si no hubiera habido tantas despedidas no estaríamos donde estamos, formando nuestras vidas y creciendo día tras día. ¿Lo volverías a repetir? Sí, una y un millón de veces más. Por lo que he aprendido, por lo que he conocido, por lo que sigo aprendiendo y soñando. Por todos los sueños cumplidos y por todos los que quedan por cumplir.

Os elegiría de nuevo para vivir una y mil aventuras más. A los que me acompañaron, a los que encontré en el camino y a los que siempre me tienden la mano para crecer. A los que me reciben con abrazos y me lloran en despedidas, esas de las que recojo las lágrimas que siempre bebo si la vida me deja sin aliento. Os elegiría de nuevo porque gracias a ello tengo lo que tengo y soy lo que soy. Y me gusta todo lo que soy y todo lo que tengo por todo lo que decidí cinco años atrás. Y siempre recordaré de dónde vengo y de dónde soy, lo que soy y donde estoy, a dónde voy y lo que llegaré a ser. Siempre.

Si es en este mundo donde estamos de paso, al menos, intentemos dejar huella. Que no son mis huellas las que pretendo que sigas, sino ayudarte en el viaje si como guías las utilizas. Recorre el camino y que duelan los pies hasta llegar a ese destino. Vuela si es necesario, aun creyendo que tus alas no son suficientemente grandes, crecen si las mueves y aparecen si las sientes al saltar. Siempre tendrás al agua que cae del cielo y a la tierra que te sujetará los pasos. Que no te engañen, la historia que te contaron cuando niño no tiene desenlace y eres tú el que con tintas trazas los movimientos.

Aquella carta terminó con Estamos bien, estamos aquí, estamos en Eindhoven. Hoy no puedo terminarla de la misma manera porque ya no vivimos allí, pero sí que utilizaré el resto de la frase. Eindhoven. Esa ciudad siempre será la cuna de esta maravillosa aventura y siempre tendrá un lugar apartado en mi corazón.

Ahora comienzo la búsqueda una vez más y emprendo el viaje de otros cinco años, al menos, tan buenos como los que he vivido desde aquel septiembre hasta éste. El viaje continúa y mi corazón sigue siendo del viento, desde donde me susurra con latidos y me impulsa si es su ayuda lo que necesito.

Que seáis libres, que sigáis todos vuestros sueños y que no sea en los puños donde viva vuestro corazón, sino en el aire, libre y vivo como lo es el viento.

Estamos bien, estamos aquí.






Ana, Mary y Dani (yo) en uno de los primeros días en Holanda, año 2012, y, de nuevo los tres, en unas vacaciones por las islas griegas, cinco años después, 2017.


jueves, 25 de septiembre de 2014

Feliz Eindhovensario. 2 años, que se dice pronto.

¿Quieres que te cuente un secreto? Puede que no quieras saberlo, en este caso leerlo. Puede que simplemente nunca hubieras sabido que existía un secreto. Incluso puede que ahora mismo mueras de ganas por conocerlo, aunque simplemente no haya nada que decir y quepa la posibilidad de haber empezado este texto con una pregunta sugerente que me ayudara a conseguir quedarte enganchado un poco más a la lectura.

No sé si contaré algún secreto a lo largo de esta carta; me lavo las manos por si no terminas con algo nuevo en mente. Pero lo que sí voy a contarte son muchos no-secretos. Cuando digo “no-secreto” me refiero a “Hace dos años que comenzaron nuestras andadas por Holanda” o cosas como “Hemos aprendido y reído tanto de esta experiencia que volveríamos a lanzarnos a ella sin ninguna duda”. Porque sí, porque son cosas que ya se saben. Cosas que ya sabéis porque las habéis leído, porque os las he contado. Y hoy es cierto que vuelve a ser 25 de septiembre. Esto quiere decir que si introducimos un boli bic en uno de los orificios de nuestra cinta de casete y rebobinamos hasta el principio descubrimos el aterrizaje de las mellizas y el amigo dos años atrás. Me han dicho que si eres más moderno y tienes la historia grabada en DVD no hace falta que metas el boli en el disco, que eso se rebobina con tan solo pulsar un botón del mando.

El caso es que las cosas han cambiado bastante desde aquel día veinticinco. Otras muchas, por supuesto, siguen intactas. El otro día paseaba por la ciudad y me topé, no por casualidad sino porque lo estaba buscando, con aquella calle llamada Rubensstraat. ¿Os suena? Sí, la calle que ocupa por lo menos un cincuenta por ciento de protagonismo en nuestras cartas de Holanda. La calle donde compartimos tantas buenas anécdotas y momentos si parar de crecer en todos los aspectos. Pasé por allí y los sentimientos quedaron a flor de piel. Un golpe de recuerdos inundó mis pensamientos, uno tras otro. Momento tras momento. Estar en esa calle me hace sentir especial. Es como visitar el lugar donde se ha grabado una de tus películas favoritas. He de admitir que, incluso pasados unos minutos, me entristecí. No por el hecho de encontrarme solo en medio de la calle y casi congelado, que también, si no por recordar todo aquello y ansiar poder vivirlo de nuevo. Te recorren esas ganas de coger a la vida por los cuernos (dejemos a los toros de una vez en paz) y decirle “Si pudiera vivirte otra vez…”

Y por eso voy de nuevo a esa calle. Para poder vivir de nuevo los momentos que me gustan. Para empaparme de esos recuerdos que me hacen vivirlos de nuevo. La calle no ha cambiado, sigue siendo tan encantadora como siempre. Lo que sí ha cambiado han sido los habitantes del hogar número 2, que nos han sustituido por una pareja que parece agradable y limpia. Desde fuera puede verse que han conseguido formar un acogedor salón junto a la ventana que en su día fue testigo de tantos “de todos”. También han sustituido al Vecino Invisible. Ahora es visible y tiene forma de familia. Por lo que pude observar “familia con hijos que cumplen años”. Sí, la ex-ventana mugrienta del Vecino Invisible estaba decorada por varias letras de colores en las que se felicitaba el cumpleaños a algún chico joven. En holandés, y no me lo inventé. Que algunas cosas ya sé lo que significan… No sé qué habrá pasado con el vecino invisible. No era un hombre como para morir de forma natural, aunque sí para morir naturalmente por exceso de cerveza. Pero no pensemos en eso. Puede que simplemente no tuviera dinero para seguir pagando el alquiler y por eso ahora siempre hay un hombre tocando el violín en la puerta de la estación de tren, o tren de la estación para quienes no me entiendan. La cosa es que el Vecino Invisible ya no está en su casa. ¿O puede que su familia le haya invadido y obligado a limpiar la venta mugrienta? Puede, a lo mejor ya no es ni invisible. Quién sabe.

Lo que no cambia es el pueblo, ese donde naciste y creciste. Bueno, a decir verdad, la fuente de la plaza sí que la he notado un tanto diferente. No sé. Supongo que serán alcaldesas mías. Ups. Perdón. Quería decir imaginaciones mías, imaginaciones. El pueblo sigue igual. Con sus calles, sus gentes, sus tradiciones… mi familia. La familia que te espera y te arropa cuando llegas, como si no hubiera pasado el tiempo. A tus padres los ves como siempre, como cuando te arropaban a los cinco años. Tu hermana sigue siendo la pequeña, aunque casi te saque una cabeza de altura. Tus abuelos siguen estando ahí para decirte lo guapo que estás y preguntarte cuándo vienes otra vez, si es posible con más días en la semana. Tus primos a los que seguirás viendo como hermanos con los que jugabas mientras cogíais aceitunas. Y es lo que seguirán siendo, aunque se casen o empiecen a querer ser padres. La familia siempre seguirá siendo eso: las personas a las que quieres con todas tus fuerzas y consiguen sacarte un “¡Vaya familia que me ha tocado!” cada vez que celebráis algo juntos, ya sea una boda o, yo que sé, una boda.

La última vez que estuve en el pueblo me encontré con una mujer a la que le tengo mucho cariño. Desde pequeño la conozco y, de un modo más cercano o lejano, también es familia. Ella es una mujer que viene del país donde actualmente estoy viviendo y que ahora, por circunstancias de la propia vida, está viviendo en el pueblo de donde yo vengo. Se puso muy contenta al verme y, mucho más, al saber que las cosas me iban bien en su país. Creo que mucho más aún cuando le dije algunas palabras y frases en su idioma materno. Ella, no sé por qué, siempre consigue hacerme sonreír. Derrocha alegría y bienestar en estado puro. Estuve unos minutos hablando con ella y al despedirme consiguió que se me encogiera el corazón en un puño. Yo volaba al día siguiente a Holanda y ella me dijo con una sonrisa gigante “Dale un abrazo muy fuerte a mi país”. Respiré hondo y una paz interior se apoderó de mí. En aquel momento descubrí que éramos la misma historia. Yo en otro país, echando de menos al mío. Ella en otro país, echando de menos al suyo. Me sentí tan bien en ese instante, descubriendo lo bueno que tiene el descubrir y conocer cosas. Casi lloré de la emoción. “Dale un abrazo fuerte a mi país”. Sus palabras quedaron rondando casi todo el resto del día en mi cabeza. Y cuando llegué de nuevo a Holanda le di un abrazo gigante, desde el avión y desde tierra, por ella y por todos los que echan de menos a su país.

Lo dicho. Que estoy muy feliz, los más cercanos lo sabéis de sobra y los que no lo sabéis os lo digo. Que sigo por aquí y no puedo quejarme de cómo van las cosas. Parece que cada vez mejor, y toco madera para que siga así. Que disfrutéis de lo que os rodea y que salgáis a conocer, aunque sea un poco más allá del umbral de casa, porque la sabiduría da vida y la vida es conocer. Si estáis estudiando apretad los codos, si trabajáis intentad seguid así y si no os sale nada puede que el motivo sea vuestro currículum. En serio, esto no viene a cuento, pero creo que puede que mucha gente esté en paro por el currículum… ¡Las empresas se cansan de ver siempre los mismos folios en blanco! ¡Innovad y sed originales! Llamad la atención… puede que así os den más oportunidades. Quién sabe. No sé, preguntadle a María… ella os dirá qué hacer.

Nada más. Muchas gracias por leerme y dedicarme unos minutos. Muchas gracias por todo lo que habéis hecho durante todo este tiempo y a seguid disfrutando. Abrazad a los que están al lado y mandad muchos WhatsApp a los que no lo están. O no, mejor no. ¡Menos mensajes y más flores! Que no quiero flores, es un decir. Y que, como un buen día me dijeron a mí, dadle un fuerte abrazo a mi país. Tranquilos, que a mi pueblo ya le envío yo un WhatsApp.


Por último: ¿Quieres que te cuente un secreto? Pues que estoy bien, estoy aquí, estoy en Eindhoven. El año que viene más, y mejor.

miércoles, 25 de septiembre de 2013

"El paso del tiempo y el maravilloso mundo de los maravillosos caminos del mundo."

Trescientos sesenta y cinco días han sido los que han pasado desde aquel veinticinco de septiembre en el que el avión con destino Eindhoven despegaba de tierras sevillanas para, unas horas más tarde, aterrizar en tierras holandesas. Han sido días en los que nos hemos encontrado con tantas situaciones como segundos tiene el día. Han sido días en los que nos hemos encontrado a nosotros mismos y en los que hemos encontrado a los demás. Un año cargado de sorpresas, de cosas bonitas, de cosas menos bonitas, de días de lluvia, de nieve y de sol, de caras felices, de caras tristes. Un año donde una nueva vida se ha abierto camino para mostrarnos el maravilloso mundo de los maravillosos caminos del mundo.

Hoy es un día de celebración. No una celebración en la que la serpentina, los globos y las cervezas sean protagonistas, si no una celebración con nosotros mismos y con esta ciudad que nos sigue arropando día a día. Aunque he de admitir que, sin buscarlo y empujado por las manías del destino, me he topado con un par de globos y unas cervezas. Una celebración de la que os quiero hacer partícipes, porque también formáis parte de ella y porque siempre es bueno celebrar cosas. Para qué estamos en esta vida si no es para celebrar cosas. Pues celebremos.

Me he despertado y el sol me ha sonreído desde la ventana. El saber dónde estaba y el conocer cómo había llegado hasta allí me ha ayudado a devolverle la sonrisa. Una amplia sonrisa en la que podía leerse la felicidad acumulada durante todo este tiempo. Una felicidad generada gracias a todo aquello y a todos aquellos que se han cruzado en mi camino. Una felicidad que grita “gracias” a los cuatro vientos. Gracias por estar feliz, por sentirme feliz y por querer seguir siendo feliz.

Hoy es un día de celebración. Conmigo mismo y con Eindhoven. Es nuestro aniversario. Creo que nunca había celebrado un aniversario con una ciudad. Pero, como todos dicen, siempre hay una primera vez para todo. El primer aniversario en el que debo agradecer mi bienestar a todos los que se han cruzado en mi camino, a todos los que he quedado atrás, a todos los que me esperan allá donde me encuentre, a mis amigos del mundo, a mi familia de España y a mi familia de Eindhoven. A mi madre, mi hermana y mi padre por haber conseguido que la palabra “hogar” tenga un significado maravilloso. A María, por extraer siempre sonrisas aunque parezcan agotadas. Dar las gracias a los que vienen, a los que se van y a los que se quedan. A todos los que me han ayudado, directa o indirectamente. Gracias. A los que me rodean en mi día a día. A mi particular Dama de Elche, por conseguir siempre sentirme como en casa y convencerme de que somos familia. A toda mi gente de esta ciudad, esa gente con la que formo una particular familia. A mi eterna AnSport, por regalarme siempre sus mejores sonrisas, por ejercer de compañera fiel y por hacerme tan feliz simplemente por estar a su lado. A toda la gente del trabajo, a todos con los que he trabajado y a mis jefes, por conseguir que la experiencia laboral también se vista con sabor a dulce. A mi Mary You, por conocerme como me conoce y ejercer de brújula en el mapa de la vida. A mis grandes hermanos de esta experiencia. A mi Panuli, por seguir empeñado en hacerme feliz. A la entrañable comunidad griega y sus intentos de enseñarme su complicado idioma. Al destino, por seguir realizando esas maravillosas y caprichosas hazañas. A todos los que me rodean, de una manera u otra. A todos. Gracias.

Un año que ha pasado como pasan los pájaros por el cielo, como pasan los trenes en la estación y como pasan los segundos en el reloj de la vida. Un año en el que han sucedido muchas cosas, tantas que debería agradecerlas de una en una. Un año en el que he conocido a gente maravillosa y en el que me he conocido un poco más a mí mismo. Un año en el que me he rodeado de aventuras inigualables y en el que he vivido experiencias inolvidables. Un año del que me siento orgulloso, orgulloso por poder decir que añado trescientos sesenta y cinco días mágicos al cajón de los recuerdos. Un año en el que el paso del tiempo ha conseguido que una nueva vida se abra camino para mostrarme el maravilloso mundo de los maravillosos caminos del mundo.

Ya sabes. El tiempo pasa. Hay que celebrar. Hay que ser feliz.

Estoy bien, estoy aquí, estoy en Eindhoven.